Primer Premio: Silencio, de Laura Martín Carrasco
SILENCIO
El reloj del ayuntamiento estaba dando las
doce cuando llegué a la calle. La niebla comenzaba a formarse, arremolinándose
sobre los adoquines. Las farolas alumbraban el lugar de manera tenue,
proyectando largas sombras que creaban una atmósfera lúgubre. En las aceras se
encontraban apilados algunos escombros, vestigios de la guerra que había
acabado meses atrás. Avancé sigilosamente por aquel escenario hasta alcanzar
una puerta negra, descascarillada, con un siete pintado en blanco. Se podía
apreciar una gota fosilizada cayendo del número.
Allí era. Subí los peldaños y me colé en la
casa con facilidad, sin llamar. Nunca lo hacía. Me encontré en un corredor de
madera. Las paredes lisas, desprovistas de ornamentos, tan solo decoradas por
un par de grietas poco profundas que las recorrían como ramas de una enredadera
marchita. Sin hacer ruido llegué hasta el salón. Era una habitación grande, con
un sofá en el centro, anticuado y desgastado por el paso el uso. Numerosos
marcos con fotografías en blanco y negro cubrían un aparador alargado en el
lateral: una pareja el día de su boda, un bebé sonriendo, una niña pequeña
agarrando un peluche… ¡tantos recuerdos agolpados en unas instantáneas! A su
lado, un piano de cola reflejaba la luz que entraba por las ventanas. Ésta incidía
sobre la pintura negra, arrancándole destellos dorados. Me permití admirar
curiosa aquel espectáculo, un fragmento de “Claro de luna” de Beethoven flotaba
aún en el aire.
Fue entonces cuando me percaté de un olor
casi imperceptible para los humanos proveniente de la estufa de gas. Por fin
entendí por qué estaba allí, por un descuido. Dejé de observar recuerdos y me
centré en mi trabajo. Subí por unas escaleras de madera, de esas que crujen con
el más mínimo peso. Conmigo no crujieron. Arriba, el rellano estaba rodeado de
tres puertas,
todas cerradas.
Me decanté por la primera. Era un
dormitorio, con una cama de matrimonio en el centro. Sobre ella descansaban dos
personas, una mujer y un hombre, ancianos. Las arrugas surcaban sus facciones.
Las manos, entrelazadas y ásperas por el duro trabajo, pero aún así bonitas,
con sus anillos sellando su amor. Habían pasado penurias, pero eran felices. Me
incliné sobre ellos suavemente. Pude notar el último suspiro de cada alma. Al
mismo tiempo.
Cuando acabé, entré en la habitación
contigua. La puerta no chirrió, aunque debería de haberlo hecho. La cortina de
la ventana estaba recogida, por lo que la poca luz dejaba ver el polvo de la
estancia en suspensión. Había dos camas separadas por una mesita de noche. En
la primera dormía una joven con las mejillas empapadas en lágrimas. Abrazaba
con fuerza una foto en blanco y negro de un muchacho. Vi en ella el fracaso de una
promesa de amor y la esperanza de un futuro brillante como pianista. Me lo
llevé todo. En la otra cama reposaba un niño pequeño. Sobre la mesita había una
foto que miraba hacia él. Dos jóvenes con un bebé, sus padres y él. Los
reconocí. Los había conocido año atrás en la guerra. Nunca olvido una cara
cuando hago mi trabajo. El pequeño dormía con la boca entreabierta. Si hubiera
podido sentir algo en ese momento hubiera sido pena, por él, por todos ellos. El chiquillo nunca se
enamoraría, nunca daría su primer beso, ni tendría hijos, ni podría envejecer.
Por suerte no puedo sentir nada, es una ayuda. El chico exhaló por última vez,
expulsando vaho a la fría habitación.
Todo se quedó en silencio, un silencio
ensordecedor que golpea los corazones y duele.
Me marché de allí por donde había venido,
silenciosa como una sombra, pero un poco más “acompañada” que cuando había
entrado. Me alejé por la sinuosa calle, la noche era larga y tenía más trabajo
por hacer. Desaparecí entre la densa niebla mientras la farola que alumbraba la
puerta con el número siete parpadeaba dos veces hasta apagarse. Y luego, silencio.
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