1969 (Patricia de la Encina Gartcía-4ºD)
La primera tormenta de verano se cernía, apresurada, sobre las azoteas más
imponentes de la amplia calle principal; dejándose arrullar por el agradable
comienzo de una ventisca. Silbaba a través de los oxidados canalones un vacío
envuelto en suaves brillos dorados y cierto desorden matutino. Los únicos parpados
en vilo evitaban entrecerrarse a pesar de la cortina de humo enredada en sus
pestañas. Abigail presionó el cigarro contra el dorso de su mano, apagando el
espectro de las llamas e ignorando un dolor que apenas sentía bajo su piel. Tras sus
lentes redondas, las figuras que recortaban la avenida se distorsionaban
lentamente, de manera casi cómica; desprendiendo cálidos vapores rosados con olor
a tierna infancia. El aire, en un comienzo pesado, se aligeraba sobre sus hombros
cual problema ya hace tiempo olvidado.
En su cabeza, la guitarra de Janis Joplin lloraba dulce, marcando el ritmo
desacompasado de sus latidos. Abigail se detuvo serena, alzando los brazos con
elegancia y enlazando las manos por encima de su cabeza. Sintió al viento alzarse
tras la fina tela de su larga falda a la par que el ácido recorría todo su cuerpo.
Cercanos borrones de intenso verde bajo la débil lluvia comprendían el final de su
paseo. El sol rasgaba imponente la oscuridad de un cielo cada vez mas alto y Abigail,
sin saber nada, lo comprendía todo.
El verano del amor tomaba forma entre los cerezos en flor de un Central Park vivo
como nunca volvería a estarlo. Hierba mojada le acariciaba los pies desnudos al
caminar sobre las margaritas que, suavemente, se balanceaban efímeras; ajenas a
sus propias guerras. Aquellos con almas libres se reunían allí y danzaban, sin
prejuicios entre ellos ni armas bajo sus regazos. Consumían ácido a menudo y
decoraban sus cabellos con coronas de flores, mas no eran los locos en aquel país. Si
ella no estaba cuerda, se recordaba Abigail, tampoco lo estaban los que creían que
un hombre había pisado la luna. La tormenta se apaciguaba llorando sus últimas
lágrimas mientras ella, con el corazón en calma, se recostaba bajo la tímida sombra
de un pequeño manzano.
Cientos de millas al oeste, un sargento de nombre común y facciones ordinarias
tomaba aire antes de sacrificar nuevamente a un vietnamita cualquiera.
"Asesino, eso es lo que eres". Aquellas palabras recorrían tanto su propia mente
como los ojos distantes y cansados del joven sin culpa alguna. Sus rasgos, a pesar de
ser asiáticos y por ende totalmente distintos a los suyos, mantenían la misma
expresión de dolor que el rostro del sargento. Se preguntó seriamente si en verdad
el honor de la Madre América se defendía matando a muchachos que, sin fuerzas,
lloraban.
Durante pocos segundos, todo aquello que le rodeaba se ralentizó bruscamente. Sus
oidos dejaban de apreciar el inquieto susurro de los obuses y los gritos parecían
cesar en la espesura. Con manos firmes, volteó inconscientemente su rifle y observó
el pozo oscuro del cañón. En sus últimos instantes, aquel general apoyaba la frente
contra el frío metalico de su arma. Cerrando los ojos, rezaba para sus adentros.
Sin embargo, el último disparo del general no fue escuchado, ni su desesperado acto
salvó la vida de aquel vietnamita. Siempre se esperaba silencio en oriente; mas la
guerra nunca cesaba.
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